La injusticia está en casa

Me atrapó la gripe durante las vacaciones de Semana Santa así que me quedé trabajando en casa ayer. Por primera vez en mucho tiempo coincidí con las señoras de limpieza que vienen cada martes a ‘limpiarle a la princesa’.

Abrí los ojos — empapada en sudor y con el cuerpo cortado — cuando escuché la puerta que truena fuertísimo, curiosamente, sólo cuando hace frío. Ahí recordé que era martes, el día en el que vienen las tres hermanas que se turnan entre ellas y que han trabajado con nuestra familia desde hace más de 10 años. Eran como las 10:30 de la mañana.

Cada martes, antes de salir al trabajo, dejo un billete de $500 pesos en la mesa del comedor y, cuando regreso, el departamento está absolutamente inmaculado. Lavan mis platos, mis sábanas, mi ropa, mis baños, planchan, aspiran y sacuden a profundidad detrás de las cortinas y hasta en lugares a los que yo nunca me he dignado a asomar, entre muchas cosas más.

Hasta ayer no me había enterado que Mari trabaja — junto a su hermana quien viene a ayudarle de vez en cuando, cosa de la que tampoco estaba enterada — alrededor de siete horas para limpiar mi departamento de dos cuartos de la Condesa (siempre pensé que eran como 3–4). Tampoco sabía que les tomaba alrededor de dos horas llegar hasta acá, ni que a la otra hermana, quien fue la que comenzó a trabajar con nuestra familia hace más de 10 años, le acaban de diagnosticar una diabetes severa.

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Me puse a sacar cuentas, de cuánto gano y en qué me gasto mi plata, de cuánto le pagaba a la señora que me ayudaba con la limpieza mientras estudiaba mi maestría en California ($50 dólares por un par de horas), de cuánto necesitas para vivir en esta ciudad... En ese mismo hilo de ideas recordé que cada vez que, por alguna razón, mencionaba cuánto les pagaba por un día de trabajo en alguna plática, mis amigos bromeaban en que querían venir a trabajar para mí.

Les pregunté a algunos amigos y todos respondieron de buena fe:

“Yo le pago 400 por 5 horas”

“Yo $350 y sentí que le estaba pagando poco así que le pago el IMSS”

“Yo le pago $500 por 6 horas pero si sientes que es poco y le puedes dar más, dale más

En la oficina nos quejamos de que no nos suben ni la inflación. Nos quejamos de que aunque superes tus objetivos no se refleja en tu sueldo. Nos quejamos de que los gerentes ganan infinitamente más — y a veces trabajan menos.

(Cabe mencionar que siempre me quejo del sistema en el que vivimos, de las desigualdades, de la corrupción… a gran y pequeña escala; que vivo constantemente frustrada por no poder cambiar el status quo).

Estúpidamente, todo este tiempo pensé que pagarles 500 pesos al día sería muchísimo más que suficiente. Ni siquiera me había cuestionado el valor de su trabajo para mi. ¿A ellas quién les sube la inflación? ¿Quién revisa si están cumpliendo con sus objetivos? ¿Quién le puso este precio a un trabajo tan desgastante?

Tomando en cuenta que el salario mínimo en México es de 80 pesos al día, podría pensar que le estoy pagando una fortuna a estas señoras que se ocupan de limpiar, literalmente, toda mi mierda.

Pero no. No es mucho, ni siquiera es suficiente para sobrevivir con dignidad.

Repite, Pili, y léelo una y otra vez:

“La injusticia del sistema no debe volverte ajena a realidades diarias, las desigualdades extremas no deben convertirse en la norma, el hecho de vivir en estados fallidos no significa que debas jugar el juego”.

La frustración no es excusa. Así que, para no hacer largo el cuento, si puedo ayudar un poco más, ayudaré un poco más.

No quiero seguir cegándome: la maldita injusticia de la que tanto nos quejamos también está en casa.