Un hogar inventado

La hija de unos buenos amigos de mis padres se casó en Bogotá el fin de semana pasado.

Usé el parrandón como excusa para visitar a mis amigos de adolescencia –a los cuales no veía desde hacía ya un par de años.

Fue un fin de semana de sentimientos encontrados.

La fiesta fue un flashback a mi prom –hace ya diez años: la misma música, el mismo (ex) novio, la misma borrachera, la misma decepción en los ojos de mis padres y el mismo desagradable guayabo matutino. 

Colombia se sintió tan normal; la amanecida viendo a la montaña, los edificios de ladrillo, el ajiaco casero, la caminata por el Virrey, la desayunada en Crepes y la infalible pizza de Jeno's para ver los Oscars. Una rutina inventada, aunque no necesariamente olvidada. 

Durante este viaje también me enteré de un horrible suceso: el novio de una gran amiga, de esas que son como hermanas, tiene un maldito cáncer.
Es un tipo de mi edad. Un tipo deportista y saludable. Un tipo con ganas de vivir intensamente.

Lo primero que vino a mi mente fue el por qué estuve tan ausente durante este trágico proceso. Son estos los momentos en los que los amigos se necesitan. Y me sentí culpable, distante y ajena. 

Luego pensé en la muerte, y en mi miedo irracional a envejecer, a cumplir un año más, a arrugarme, a no tener tiempo de hacerlo todo y de comerme al mundo. 

Finalmente reflexioné sobre la relatividad de lo material, sobre las celebridades a las que esta agresiva enfermedad se las ha llevado en un parpadeo. En Jobs, en Borges, en Bowie. 

Afirmé que no quiero llegar al final de mis días "habiendo cometido el peor de los pecados: no ser feliz". 

Mi tren de pensamiento, la nostalgia y la incertidumbre me llevaron a Starman, y me cuestioné si Bowie habría sido influenciado por Saint-Exupéry. 

En fin, muchas emociones y reflexiones entre un par de aviones.  

Regresemos.